“Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”, dice Silvio en una de sus canciones.
¿Lo leo mal o viene a decir que mirando de frente al sufrimiento es como al final valoraremos lo bueno de la vida? ¿o que sólo en mi lecho de muerte me diré a mí misma: “ahora, ahora, ya sé qué es lo que de verdad importa”? vale ¿y hasta entonces…? ¿qué? Porque aún espero que me quede un rato largo de vida. Chica, pues no sé, entretente pensando que la humanidad está condenada al exterminio, que el hombre es lobo para el hombre, que es capaz de las mayores atrocidades y que, a pesar de tener ya complicada la existencia con desigualdad, pobreza, enfermedades y desastres naturales, entre otros, se complica aún más estallando unas bombas en el aeropuerto de Estambul o liándose a tiros con un grupo de extranjeros que cenaban tranquilamente en un restaurante familiar en Dacca, Bangladesh. ¡Cómo si el dolor, sin nuestra intervención, no fuese suficiente!
Pues vaya. Pues no quiero. Paso. Ok, ya sé de lo terrible. Quiero aprender de lo hermoso YA, que no me cueste la vida
Me pongo a ello. Así que me fijo en los que tienen, digamos, más vida, a mi alrededor y, por tanto, están más cerca de lo hermoso que parece que nos cuesta la vida conocer. En una comida con unas tías de 80 años (tías, literal, de familia, no de colegas) cuentan que un hermano de una de ellas que se llevaba fatal con su mujer, prácticamente sin hablarse desde hace 30 años, durmiendo en habitaciones separadas, desde que le han detectado Parkinson va de la mano con ella por la calle, le hace carantoñas, le habla con dulzura y vuelven a dormir juntos en la misma cama (incluso justificándose ante terceros: “bueno, es por si se cae”). Otra de ellas contraataca contando que una amiga ha echado pestes de su marido los últimos 15 años y que, ahora que está con demencia senil, cuenta al que quiera escucharle, reiterativamente hasta el agotamiento, lo enamorada que está de su marido, lo maravilloso que es y lo afortunada que se siente por todos estos años juntos. Añado que una persona cercana, a la que considero sabia, me dice que con la edad (más cerca presumiblemente del final de la vida que yo) su valor supremo ha pasado a ser la TERNURA. ¿¡¡¡¡¿LA TERNURAAAA??!!!?
Va a resultar entonces que cuando consigues quitarte de encima, aunque sea por cansancio vital, toda la morralla de prejuicios, tensiones, posiciones extremistas e impertinencias, que cuando aparcas las luchas de poder, el ego y la soberbia, el más puro y simple sentimiento, la esencia básica que puede sacar el que se acerca a lo más hermoso, es la ternura.
Y por si me quedaba alguna duda en mi búsqueda científica de lo hermoso de la vida se da la circunstancia de que convivo desde hace unas semanas con una sobri de 5 años, Mara, que es la ternura personificada y observo lo que genera a su alrededor. Esto, por cierto, es un hecho objetivo, cualquiera que pase un rato con ella lo enunciaría igual, no es amor de tía (de nuevo tía de familia no tía de “joé tía”). Conste que no es ñoña, eh, ni cursi, no confundamos términos, que si te tiene que decir “paso de ir a la pisci contigo”, te lo dice.
Así que,… ¡tachán! (fanfarria)…, creo que estoy aprendiendo de lo hermoso sin que me cueste la vida y sin necesidad de lo más terrible que se aprende enseguida.
Y desde que lo he descubierto, así, con medio reflexión, resulta que, oye, sí, sí, que sólo trae cosas hermosas, que todo el mundo es poroso a la ternura. Os contaría alguna cosa más íntima que confirma mi teoría pero no me atrevo en público. Lo dejo para otra ocasión con un té compartido pero, creedme, experimentadlo, probad a poner más ternura en vuestras vidas.
. en controwebsia